Cuando finalmente llegué a la India, me establecí rápidamente en una rutina de práctica yóguica en el ashram. Solo, visitado únicamente por un sirviente que preparaba las comidas y limpiaba, sin distracciones (y sin cañerías, y con muy pocaelectricidad), mis aspiraciones de conocer a Dios rugieron y se elevaron.
Mi llamada tuvo una respuesta: una serie de poderosas experiencias meditativas, que me llenaron de gran paz y alegría. Aunque son casi imposibles de describir, porque no implicaron “formas” o “visiones”, sino la expansión de mi consciencia misma. Puedo recordar cuán inmediata era la presencia del Señor, incluso en medio de las actividades más mundanas de la vida diaria: mientras me bañaba en el pozo derramando agua por encima, comiendo el simple y picante curry cocinado en un fuego de estiércol, rebotando en un autobús local hasta la ciudad cercana para comprar las provisiones de la semana, inclinándome conforme pasaba por los templos locales. Esa presencia era reflejada por los ojos brillantes de los niños que venían al ashram para recibir clases de Yoga, e incluso por el caramelo de azúcar que se les daba después.
Sentí que había entrado, a veces, en un reino intemporal, tan grande era la paz. Los eventos no eran nada fuera de lo ordinario, pero eran contemplados con la perspectiva de la alegría siempre renovada. Dios estaba en todas partes, en esa vida simple, y el gozo resultante también lo estaba.
Regresar a América supuso un poco de choque cultural.
M. Govindan,
La sabiduría de Jesús y los Yoga Siddhas
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