martes, 15 de febrero de 2011

El pecado original: la consciencia perdida en la materia



Y en medio del jardín puso Dios también el árbol de la vida, y el árbol del conocimiento del bien y del mal, Génesis 2.9. 

"Puedes comer del fruto de todos los árboles del jardín, menos del árbol del bien y del mal. No comas del fruto de ese árbol, porque si lo comes, ciertamente morirás", Génesis 2.16-17.

 
Todos los seres nacen ya en la ilusión, engañados por la división dual que produce el sentimiento de deseo y de repulsa frente a las cosas de este mundo, Bhagavad Gita, VII.27.


 
Según narra el Génesis, Dios creó el jardín del Edén, con todo tipo de "árboles hermosos que daban frutos buenos para comer": una creación con todo tipo de experiencias. Y en medio del jardín estaba el árbol de la vida, cuyo fruto otorgaba la vida eterna, y el árbol del conocimiento del bien y del mal. La única condición para disfrutar del paraíso de la Creación era no comer de éste árbol del "conocimiento del bien y del mal".

El árbol de la vida es la propia conexión con la Divinidad, de la que venimos. Es descrito en el Bhagavad Gita (capítulo XV), como un árbol cuyas raíces están en el cielo, y que crece hacia el mundo físico de los sentidos:

1. Eterno es Asvatta, el árbol de la Transmigración. En la Morada Suprema están sus raíces, y sus ramas descienden hacia aquí abajo. Cada hoja de este árbol es un himno sagrado. El que lo conoce, conoce los Vedas.

2. Sus ramas se extienden hacia arriba y hacia abajo, recibiendo la vida de las fuerzas de la naturaleza. Sus brotes son los placeres sensuales. Y sus raíces se prolongan introduciéndose en el mundo de los hombres, donde son causa de acciones.
 
El árbol de la vida es nuestra propia consciencia, eterna, sin principio ni fin. Si indagamos de dónde nace, no hallaremos su origen. 

3. Los hombres no logran entender la naturaleza cambiante de este árbol, ni saben dónde comienza ni donde acaba, ni donde están sus raíces. 

La consciencia, nuestro ser, hunde sus raíces en la Divinidad misma, en la Morada Suprema. Esta Morada Suprema es lo que los yoguis llaman Sat-Chit-Ananda: Existencia-Consciencia-Gozo. El gozo no es algo que buscamos, es nuestra propia naturaleza. El gozo lo confundimos con el placer. El placer proviene de los sentidos, y surge cuando poseemos algo que nos gusta o evitamos algo que nos produce aversión; el placer depende de nuestras circunstancias externas.

El gozo, en cambio, es incondicional, nace de nuestro interior, independientemente de las circunstancias y las experiencias que vivamos. En India se le llama ananda, es el gozo del Ser, el gozo divino. El gozo que los maestros realizados disfrutan incondicionalmente y transmiten a aquellos que les rodean.

Todos hemos experimentado este gozo, esa alegría del alma que disfrutamos de niños, sin ninguna razón aparente, sólo por existir, y porque la vida era incondicionalmente hermosa.


La consciencia subyugada

Venimos a este mundo desde la consciencia divina, que nos sostiene, sumergiéndonos en las experiencias sensuales. La consciencia pura que somos desciende en la forma, enredándose en el mundo de los sentidos, en el placer y en el dolor, olvidando su propio origen. Aquí es cuando comemos la fruta del conocimiento del bien y del mal.

El conocimiento del bien y del mal es un estado de consciencia inferior al estado de consciencia divino. Es un estado de consciencia en el que la experiencia de la creación es tan fuerte que olvidamos el gozo de nuestro Ser. El mundo activa en nosotros fuerzas materiales e instintivas tan poderosas que la consciencia superior queda subyugada por ellas, es arrastrada en la experiencia sensorial, olvidándose de sí misma.

Dijo Eva (la shakti o el aspecto energético-sensorial del ser humano):

“La serpiente me engañó, y por eso comí del fruto”, Génesis 3.13

La serpiente, la energía instintiva, prevalece sobre la consciencia superior, arrastrándola al goce instintivo (sexo, comida, placeres de los sentidos). Las fuerzas primordiales nos arrastran a buscar el placer y a evitar el dolor de la experiencia sensorial, que es tan apremiante y radical que nos hace olvidar totalmente nuestro gozo interno, que una vez tuvimos, y que es la esencia de nuestro ser.

En la narración del Génesis de la pérdida del paraíso vemos un proceso de "animalización" de Adán y Eva, que se vuelven conscientes de sus órganos sexuales, de los que se avergüenzan, y acaban cubriéndose con pieles de animales. Su desnudez divina original es ocultada, tapada por las capas animales: 

Dios el Señor hizo vestidos con pieles de animales para que el hombre y su mujer se cubrieran, Génesis 3.21.

No hay nada inherentemente malo en el disfrute de los sentidos; la idea era que el ser humano disfrutase de la Creación, pero no hasta el extremo de olvidar su Ser, de olvidar su fuente de gozo, su Divinidad innata.

La pérdida del gozo interno hunde al ser humano en la dualidad, “el conocimiento del bien y del mal”, persiguiendo incesantemente el placer y huyendo del dolor, en busca de una felicidad inalcanzable que sólo el gozo incondicional de su Ser le puede dar. Ésta es la pérdida de nuestro paraíso, nuestro jardín del Edén. Ésta es la condición humana, el “pecado original" con el que todo ser humano nace. 

El desafío de la condición humana es reencontrar el camino al Edén, cortando con la espada del discernimiento las raíces del árbol Asvatta, que se hunden en la atadura forzosa a la dualidad sensorial:

Mas el sabio que puede ver, blandiendo con fuerza la espada de la templanza, va y corta este árbol de fuertes y profundas raíces, encaminándose así hacia ese sendero, que recorren aquéllos que nunca han de volver.

















Los chakras y el árbol de la vida

Los siete chakras, los centros psico-energéticos que conocemos en el Yoga, alineados en la columna vertebral, responden a diferentes estados de consciencia. Cuando están plenamente activados (como sucede en los seres realizados) emiten vibraciones divinas. El verso del Gita se refería a ellas como las hojas de este árbol de la vida:

En la Morada Suprema están sus raíces, y sus ramas descienden hacia aquí abajo. Cada hoja de este árbol es un himno sagrado. El que lo conoce, conoce los Vedas.

Evolucionamos espiritualmente siguiendo la maldición divina, es decir, “ganando el pan con el sudor de la frente” (Génesis 3.19), evolucionando a través del sufrimiento en el mundo de la dualidad. Esta evolución va activando lentamente los chakras, posibilitando estados superiores de consciencia. Todos los santos y seres realizados de todas las religiones mostraron estos estados superiores de consciencia, que incluyen habilidades y poderes que consideramos milagrosos. 

En el Yoga, a través del control de la energía vital mediante posturas, meditaciones, mantras, respiraciones, etc., favorecemos esta evolución, creando en nosotros un sistema energético que pueda soportar la alta vibración de estados de consciencia superiores. Estamos reconstruyendo en nosotros el árbol de la vida.

Y después de haber sacado al hombre, puso al este del Edén unos seres alados, y una espada ardiendo que se revolvía hacia todas partes, para evitar que nadie llegara al árbol de la vida, Génesis 3.24

La “espada ardiendo que se revolvía hacia todas partes” es nuestra propia energía vital, dispersa y revuelta hacia todos lados. En el Yoga aprendemos a concentrar y canalizar esta energía hacia arriba, hacia nuestros centros superiores de consciencia. Sabemos que la Morada Suprema del árbol de la vida está en nuestro chakra de la corona, en lo alto de la cabeza, e intentamos crear un sistema energético que permita su activación… no es casualidad que los santos y sabios de diferentes religiones hayan sido representados con una aureola en su coronilla.

Un dicho del Tantra afirma que “lo mismo que nos hace caer, nos ayuda a levantarnos”… a través de la práctica yóguica podemos convertir esa espada ardiendo de energía vital dispersa en una espada concentrada de energía y de discernimiento, que nos ayude a recobrar nuestro Reino:

Así pues, destruye con la espada del Conocimiento la duda, nacida de la ignorancia, que habita en tu corazón. Refúgiate en el Yoga, y ¡levántate, oh Arjuna!, Bhagavad Gita IV.42.

¡Levántate, pues, Arjuna! Ve a conquistar tu gloria, vence a tus enemigos y goza del reino que te pertenece, Bhagavad Gita XIII.33.

miércoles, 9 de febrero de 2011

El hijo pródigo - la vuelta a casa y la Gracia

 

Un hombre tenía dos hijos. Y el menor dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me corresponde de la hacienda”. Y el padre repartió la hacienda. A los pocos días, el hijo menor reunió todo, se marchó a un país lejano, y allí disipó toda su fortuna viviendo pródigamente. Cuando hubo gastado todo, sobrevino una gran hambre en aquella comarca, y comenzó a padecer necesidad. Se fue a servir a casa de un hombre del país, que le mandó a sus tierras a guardar cerdos. Deseaba llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, y nadie se las daba. Y reflexionando, dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; tenme como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y fue a su padre.

Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y, conmovido, corrió y se echó al cuello de su hijo, cubriéndolo de besos. Díjole el hijo: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus siervos: “Sacad inmediatamente el vestido más rico, y ponédselo; ponedle también anillo en su mano, y sandalias en sus pies. Traed el ternero cebado, matadlo y vamos a comer, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido encontrado”. Y todos se pusieron a festejarlo.

El hijo mayor estaba en el campo, y al volver y acercarse a la casa, oyó la música y los bailes. Llamó a uno de los criados y le preguntó qué significaba aquello. Y éste le contestó: “ha regresado tu hermano, y tu padre mató el ternero cebado porque lo ha recobrado sano”. Él se ofendió y no quería entrar. Mas su padre salió y se puso a exhortarle. Y contestó a su padre: “Hace ya tantos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me has dado ni un cabrito para hacer fiesta con mis amigos. ¡Ahora llega este tu hijo, que dilapidó su hacienda con malas mujeres, y tú le matas el ternero cebado!”. Pero el padre le respondió: “¡Hijo! ¡Tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo! En cambio tu hermano que estaba muerto ha vuelto a la vida”, Lucas 15.11-32.


Cualquier cosa que hagas, o comas, o des, u ofrezcas en adoración, ofrécemelo a Mí. Del mismo modo, cualquier tipo de sufrimiento que venga a tu vida, también ofrécemelo a Mí. De este modo te habrás desligado de las ataduras del Karma, tanto si los frutos son buenos como si son malos. Perseverando así en la renuncia a los frutos de la acción, serás libre y vendrás a Mí, Bhagavad Gita, IX.27-28.



Dios no castiga. Las leyes impersonales del karma (de la causa y el efecto), las leyes que sostienen este universo, son las que lo hacen; recibimos aquello que damos, tarde o temprano. El propósito último de esto es que aprendamos, que experimentemos en nuestra propia carne el “bien” y el “mal”. Estamos aquí para experimentar las consecuencias de nuestros actos, para probar “la fruta de la ciencia del bien y del mal”. El resultado de este aprendizaje es la sabiduría,  La sabiduría es la capacidad de diferenciar lo que verdaderamente origina felicidad de lo que origina sufrimiento. Esta sabiduría finalmente nos inspirará para regresar a nuestro hogar, para redescubrir nuestra verdadera naturaleza en el Ser, la Divinidad.

Ésa fue la experiencia del hijo pródigo: un crecimiento en sabiduría. Agotó todo su dinero, toda su herencia y sus talentos en perseguir un placer fugitivo. Y finalmente supo que la verdadera felicidad estaba en la casa del padre de la que salió un día.

¿Recibió un castigo de su padre cuando regresó? No. Aquí Jesús rompe radicalmente con la concepción de un Dios iracundo y justiciero, deseoso de purificar con fuego y castigos hasta el más sutil de los “pecados”. Jesús nos está diciendo que Dios nos ama incondicionalmente; nuestra felicidad es su gozo. El hermano del hijo pródigo representaría aquella concepción de la Divinidad basada en la lógica del dar y recibir, como una mera transacción comercial. 

Jesús enseña que a la Divinidad le mueve el amor, no la “corrección”.  Los santos y hombres de realización son canales para este poder, llamado a menudo "Gracia" - en India se sabe que una vida entera puede ser transformada ante la presencia de un ser realizado. El hermano del hijo pródigo no acaba de comprender esta gracia; no entiende por qué su padre trata de forma tan amorosa a quien actuó de forma errónea. Su padre le tiene que recordar que “todo lo mío es tuyo”. El principio del amor divino lo abarca todo, trascendiendo las barreras del “tú” o del “yo”, del “mío” y del “tuyo”.  La Gracia trasciende las consideraciones personales.

Muchas de las parábolas de Jesús y de sus debates con los fariseos se basan en la confrontación entre estas dos concepciones de la Divinidad: por un lado, un Dios motivado por el amor incondicional, y por otro, un Dios que se limita a aplicar justicia, dando premios o castigos según la lógica de unas normas y unas leyes estrictas, que los fariseos se encargaban de interpretar, como si se tratasen de un código penal.

Dice Krishna en el Gita: ¡Oh guerrero victorioso! Ve a Dios y ofrécele tu vida entera si quieres encontrar la salvación. Por Su Gracia, conseguirás la paz suprema, regresando así a tu hogar, la Morada Eterna.  Dios nos está llamando constantemente. Él desea que salgamos de nuestro juego sin fin en el samsara, el mundo de las dualidades inconstantes. Pero ésa es nuestra elección. Todos los seres humanos somos el hijo pródigo, buscando en las inconstantes dualidades del mundo el gozo infalible, en vano, agotando la herencia del tiempo de nuestra vida. En esto nadie es diferente. Hasta que un día la divina insatisfacción nos impulse a retornar de nuevo a la casa del Ser, nuestro hogar del gozo incondicional y eterno. Y allí nos espera siempre, amorosamente, el Padre, anhelando nuestro regreso. Así lo expone Jesús.